Cándido y el cochinillo prodigioso
Pocas cosas hacían más feliz al Mesonero Cándido que hablar del cochinillo asado. Después del comensal –a quien atendía con primoroso desvelo nada más cruzar el umbral de su casa-, todas sus atenciones se dirigían al horno, del que salía este crujiente manjar listo para colocarse sobre las andas. El ritual, que hoy se repite en nuestra casa tal y como fue diseñado por el Mesonero, sigue dejando boquiabiertos a clientes de todo tipo y condición.
A nosotros mismos nos sigue pareciendo un milagro que un plato tan sencillo siga proporcionando tantas satisfacciones en la mesa. La escena se repite cada día… chas, chas, chas. Cochinillos trinchados. Cochinillos en su punto. ¡Qué excelente manjar! Pocas cosas más hacen falta para acompañarlo: pan, vino de la tierra y un buen servicio, que en nuestra casa siempre está asegurado.
El cochinillo asado no tiene mucho misterio porque apenas intervienen otras materias primas que la carne; eso sí, de la mejor calidad. Con el asado sobre la mesa, es cierto que muchos comensales descubren entonces qué tipo de animal están a punto de llevarse a la boca, que no es otra cosa que un pequeño cerdo de raza blanca criado, exclusivamente, con leche materna. Eso se nota en su carne, blanca, tierna y muy jugosa por dentro; crujiente por fuera cuando la piel está bien tostada. Sin aromas ni sabores fuertes, su ingesta no es pesada. Ni cansa nunca al comensal. A veces hay quien repite y, desde luego, figura en nuestra carta todos los meses del año. ¿Qué tendrá el cochinillo que todo el mundo quiere probarlo? ¡Ay, el cochinillo… qué bocado prodigioso!