La historia del labrador que hizo dieta de tostones
Bien es sabido que por nuestro humilde Mesón han pasado (y lo siguen haciendo) gentes de toda condición. Desde grandes personajes a anónimos comensales, todos ellos han contribuido a engrandecer la fama de nuestra casa. De vez en cuando repasamos el rico anecdotario –con su galería de personajes incluida- que el mismo Mesonero se encargó de dejar escrito. Una de estas curiosidades, que dan fe del variopinto escenario costumbrista que se paseaba por el Mesón hace medio siglo, nos permite recordar a un humilde labrador que acudía al Mesón cada jueves del mercado. Se distinguía por su cuerpo menudo, “casi, casi un miñambre”, describe Cándido en las primeras páginas de ‘La Cocina Española’, “seguramente que cuando entró en quintas no dio la talla”. El buen hombre llegaba siempre puntual, en torno a la una de la tarde. Se colocaba en un rincón y pedía una guindilla de Pinarnegrillo con una jarra de vino. No se engañen: a pesar de su comedida envergadura, su estómago no se conformaba con este sencillo aperitivo. Luego llegaba la comida: un tostón del que solo quedaba la cabeza y un cuarto de cordero. Cinco cuartillos de vino le ayudaban a digerir el festín y nunca faltaba un puro, que encendía a la puerta del Mesón dirigiendo las bocanadas de humo al mismísimo Acueducto. Pagaba religiosamente y regresaba el jueves siguiente.
Un buen día, el Mesonero le echó en falta. Habían pasado varias semanas y el buen hombre no aparecía por su casa. Cándido empezó a preguntar y alguien de su pueblo le dijo que había fallecido. “Sí, claro, de algún atracón”, exclamó el Mesonero. “Ca, no señor. Murió cuando el médico le puso a dieta. Hasta el último momento de su vida se acordó de los tostones y de los corderos que comió en su casa. Y, al final, con la muerte encima, solo dijo: ‘¡Cándido!…”. Con cierta pesadumbre, Cándido acertó a preguntar la edad de tan fiel parroquiano, a lo que le contestaron…“Cumplió los 98 por febrero”.