Los clientes distinguidos
¡Cuántas historias guardan las paredes de una antigua taberna! Si hablaran las mesas de madera y los estantes de las alacenas, nos contarían de qué modo llegó a perder el brillo el barniz de la barra, a fuerza de servir y retirar chatos de vino, acariciada una y mil veces por la manga desgastada de la chaqueta del parroquiano. En las tabernas de antes –de hoy y de siempre-, el cliente habitual y el propietario eran uno. Sin que les unieran los mismos lazos de sangre, eran como de la familia. La amistad que nacía entre ambos era del todo sincera. Más allá del chato y la tertulia, se compartían preocupaciones y se aceptaban consejos. Así eran las antiguas tabernas. Así era el Mesón de Cándido también.
Entre aquellos clientes distinguidos que solían incorporarse a las tertulias, Cándido recordaba a un vasco “cerrado, alto y enjunto”, representante de la firma de boinas Alósegui. Normalmente se hacía acompañar por otro parroquiano, muy aficionado al mundo del toro. Compartían ambos otro negocio que no tenían reparo en promocionar: la venta de medias de cristal y plumas estilográficas provenientes, ambas mercancías, de valijas diplomáticas. Otro gran personaje del recuerdo era de Turrubuelo, localidad segoviana vecina de Sepúlveda. Llevaba siembre varios bastones debajo del brazo y aseguraba que era anticuario ambulante. Con voz alta, clara y rotunda, se presentaba así en el Mesón, acallando cualquier conversación:
“Soy traficante en brillantes
natural de Turrubuelo
con corazón de quilares
y el alma de aventurero.
con todo lo creado, comerciante,
jamás retrocedí ante el oro
y soy capaz de tratar con Tutankamen
si se trata de afanarle su tesoro.
compro, desde el cuerno del pastor si tiene talla,
a las famosas perlas de una baronesa.
y soy capaz de venderle la Giralda
al moro Muza, si levanta la cabeza”.